La apariencia del príncipe y el arte de gobernar en la literatura política

Alexandra Merle

p. 447-464


Texte intégral

1La relación que une el rey a su reino, expresada con frecuencia por la metáfora organicista que gozó de amplia difusión en España como en toda Europa1, exige la presencia física del monarca entre sus vasallos2; aunque el tema de su accesibilidad conozca algunas variaciones3 según las épocas en los escritos que, bajo formas diversas, pretenden definir el buen gobierno, se considera propio del tirano aislarse y ocultarse tras los muros de su palacio. Así, si el rey es cabeza o corazón del cuerpo de la monarquía, su propio cuerpo no puede huir de las miradas de los que le rodean o le contemplan desde lejos en sus apariciones públicas. La ejemplaridad del príncipe supone una observación constante —de sus virtudes, de sus acciones, y también de su persona—, y de ello tienen plena conciencia los espejos medievales. Lo que el rey enseña o deja ver a los vasallos —desde los artificios de la ornamentación hasta las facciones y expresiones de la cara, la actitud y los movimientos del cuerpo en el espacio— suscita recomendaciones de variada importancia.

2Las Partidas en particular señalan la relevancia del aspecto exterior del rey para el ejercicio de su autoridad. La Segunda Partida, tras preocuparse por la fe, los pensamientos y los discursos del monarca, ofrece en los títulos V a VII una serie de normas de sorprendente minuciosidad sobre la manera de vestir, mover y presentar ante miradas ajenas un cuerpo que, como en cualquier espejo de príncipes, también es el objeto de extensas disposiciones relativas a la templanza o moderación de los apetitos4. La ley 4 del título V define la actitud del rey en todas las circunstancias para asegurar, incluso en los gestos más cotidianos (cuando bebe o come, cuando se desplaza o yace en su lecho, y cuando habla), la dignidad de su persona:

non tan solamente deve el Rey ser guardado en las dos maneras de obra, que son de dentro del cuerpo, segund mostramos en las leyes ante desta, mas aun se deve guardar de otras dos que son fuera: e veen cotidianamente los omes. E la primera de que queremos agora fablar, es el continente: ca en esto deve el rey ser muy apuesto; tan bien en su andar como estando en pie. Otrosi en seyendo e en cavalgando, e otro tal cuando comiere, e beviere, e otrosi en su yazer: e aun quando dixese alguna razon, ca el andar non conviene que lo faga mucho apriessa, nin mucho de vagar. E otrosi estar mucho en pie, non deve si non fuesse en la eglesia, oyendo las oras, o por otra cosa que non pudiesse escusar. […] E quando se yrguiesse non deve pararse, mucho enfiesto, nin acorvado. Esto mismo seria en el cavalgar […]. E en comer e en bever, deve parar mientes que lo faga apuestamente […]. Nin aun quando yoguiere en su lecho non deve yazer mucho encogido, nin atravessado como algunos que non saben do han de tener la cabeça nin los pies; mas sobre todo deve guardar que faga buen contenente quando fablare, e señaladamente con la boca e con la cabeça, e con las manos que son miembros que mucho mueven los omes...5

La misma preocupación por la «apostura» guía las leyes consagradas a la educación de los hijos del rey6. Tantos detalles, que parecen prefigurar los posteriores manuales de educación de los nobles, redactados con el fin de inculcar a los cortesanos los buenos modales y la elegancia en los movimientos que deben acompañar las amenidades de la conversación, obedecen aquí a la voluntad de imponer la autoridad de un monarca definido no solo como cabeza de la monarquía sino como vicario de Dios en la tierra. Además, otras leyes se encargan de preservar una distancia respetuosa entre el cuerpo del rey y los que desean acercarse a él, según una «escenografía corporal7». Por fin, se estipula «Que el Rey deve vestir muy apuestamente», con el doble objetivo de honrar a Dios, que le ha conferido la dignidad real, y de proclamar su estatuto: de hecho, el traje obedece a la necesidad de identificar al rey entre todos los demás, y se precisa que no será lícito imitar los adornos distintivos del monarca.

Vestiduras fazen mucho conoscer a los omes, por nobles, o por viles. E los sabios antiguos establecieron que los Reyes vestiessen paños de seda, con oro, e con piedras preciosas, porque los omes los puedan conoscer luego que los viessen, a menos de preguntar. E otrosi los frenos, e las sillas, en que cavalgan las aposiessen de oro, e de plata e con piedras preciosas. Aun en las grandes fiestas, quando fazian sus cortes: trayessen coronas de oro, con piedras muy nobles, e ricamente obradas. E esto por dos razones: la una, por la significança de claridad de nuestro Señor Dios, cuyo lugar tiene en la tierra. La otra porque los omes los conosciessen, asi como desuso diximos, para venir a ellos para servirlos, e honrrarlos, a pedirles merced...8

3Conocida es la recepción de las Partidas en el pensamiento castellano a lo largo de los siglos posteriores9, manifiesta en la abundancia de referencias explícitas a sus disposiciones tanto en la vida política —en las Cortes por ejemplo— como en el discurso jurídico y las letras. Sin embargo, tratándose de la relación entre el aspecto del rey y el ejercicio de su autoridad, conviene tener en cuenta la evolución del discurso sobre la noción de «apariencia»10 en los escritos que, con formas e influencias diversas, se esfuerzan por determinar las condiciones de un gobierno justo y duradero, en particular en la época barroca que se complace en explorar los contrastes entre lo exterior / la superficie y lo interior / lo profundo, en relación con las ideas de engaño de los sentidos y de disimulación11.

Vestir y adornar al rey: hacia la denuncia de la ostentación

4En los siglos posteriores a la redacción de las Partidas, varios de los espejos de príncipes que mayor influencia tuvieron en Castilla difundían concepciones muy diferentes sobre la ornamentación y la indumentaria del monarca. En su Glosa Castellana al regimiento de príncipes de Egidio Romano12 compuesta para la educación de Pedro I, García de Castrogeriz se limita a recomendar que los hijos de los reyes se vistan de manera distintiva para señalar su estatuto, sin mayores detalles13, y en otros textos como la Suma de la Política redactada por Rodrigo Sánchez de Arévalo hacia 1455, se esboza una tendencia a condenar la riqueza de los trajes y adornos, considerada como una manifestación de vanidad, y a asociar la suntuosidad al tirano que utiliza todos los recursos de la pompa para «hacerse terrible y espantoso a las gentes14» cuando sale de su palacio.

5Los tratados marcados por la influencia humanista en el siglo xvi se esfuerzan por imponer la modestia y la sencillez en los trajes, incluso al propio monarca. Llama la atención la vehemencia con la cual Erasmo, en la Institutio principis christiani ofrecida en 1516 al futuro Carlos V, intenta inculcar al joven monarca la aversión a todo exceso en la ornamentación:

Piensa, por favor, cuan absurdo es aventajar en mucho a todos con tus joyas, con tu oro, con tu vestido de púrpura, con tu escolta y con los restantes ornatos del cuerpo […]. El príncipe que alardea de joyas, oro, vestido de púrpura y del resto de la pompa de la fortuna delante de sus ciudadanos, pregunto, ¿qué otra cosa enseña a mirar y admirar a los suyos que de donde nace la sentina de casi todas las fechorías que son castigadas por las leyes de los príncipes15?

La argumentación se construye sobre la oposición entre las virtudes que realmente hacen al príncipe y le permiten adueñarse del amor de los súbditos, fundamento de los gobiernos felices y duraderos, y la «mera bambolla aparencial16» que, además de su ineficacia para conferir dignidad al príncipe17, tiene efectos perversos en los súbditos, llevándolos a la perdición e incluso a un sentimiento de rencor hacia el monarca, cuyo lujo se sostiene en detrimento suyo18. Para completar sus advertencias, Erasmo evoca al igual que Sánchez de Arévalo la figura del tirano cuyas escasas apariciones fuera de su palacio se acompañan de todo un despliegue de opulencia, a la usanza de los antiguos reyes persas19.

6Esta reprobación del lujo de los trajes y adornos, que forma parte de la retórica de los moralistas, tiene múltiples ecos en la literatura europea del siglo xvi; la encontramos tanto en las advertencias en versos de Ronsard a Carlos IX20 como en el breviario del flamenco Justo Lipsio21, compilación de sentencias de los mejores autores antiguos que tanto éxito tuvo en Europa y en España, gracias a la traducción de Bernardino de Mendoza (1604). Tácito, Salustio y Aristóteles prestan sus voces al flamenco para exhortar al príncipe a despreciar toda exterioridad y, en particular, el adorno:

¿Qué se te da del cuerpo y ornato? Poco estima la virtud el que ama y regala su cuerpo demasiado. Busca la alabanza en ti mismo por virtud interior y verdadera, sin valerte de la apariencia, de cosas ligeras y vanas. Sed moderado en el vestir y atavíos, agradable en las palabras, gracioso en decirlas […], despreciador de las riquezas […]. Porque la hermosura del rostro, las grandes riquezas, la fuerza del cuerpo y las demás cosas semejantes, muy presto se desvanecen; pero las preclaras hazañas del alma son inmortales como el alma misma22.
[…]
Modere, pues, y temple las fantasías nuestro príncipe, y aun las acciones, porque su persona ha de servir no solo a los ingenios, mas también a los ojos de los ciudadanos […]. No sea excesivo y extremado en los atavíos de su persona, escuchando lo que un personaje grave dice a un rey grande: ser mucho más decente y de príncipe tener el ánimo bien adornado y compuesto, que las vestiduras del cuerpo23.

7Los mismos argumentos, basados en la vanidad de lo exterior, se usan en escritos posteriores que, en la línea de Lipsio, recogen la herencia estoica combinada con el naciente tacitismo, o se adhieren a la corriente «eticista» inaugurada por Ribadeneyra. Así, otro jesuita bien conocido, el padre Juan Eusebio Nieremberg, quien escribe en una época en que se repite hasta la saciedad cuánto importa la reputación del monarca, insiste en que esta no depende de meras exterioridades, y busca en la historia castellana un ejemplo —algo inesperado— de sencillez en el traje:

Nuestro Rey don Enrique Quarto solia andar muy llano, y diziéndole, que por que no andava con vestido de mayor magestad, como quien era? Respondio, que el testigo de la dignidad Real no avia de ser la purpura, y vestido precioso; y que era cosa vergonçosa a un Principe, quererse distinguir de los vassallos en solo el habito y no en la excelencia de virtudes24.

La continuidad que creemos discernir en la condena de la riqueza de los trajes no impide la adaptación del discurso a los designios del momento. Así, la disociación entre adornos simbólicos de la realeza y realidad del poder es utilizada por fray Juan de Santa María en los últimos años del valimiento del duque de Lerma para denunciar la reducción del monarca a un papel de fantoche25. Para otros autores del siglo xvii, son las preocupaciones económicas cada vez más acuciantes las que llevan a aconsejar que el monarca dé ejemplos de moderación a los súbditos26, con la esperanza utópica de mejorar la recepción de las leyes suntuarias. Incluso se atreve Fernández de Navarrete, en su Conservación de monarquías, a refutar las Partidas. En efecto, a pesar de citar con exactitud la ley que prescribe para los reyes paños de seda con oro, le opone el ejemplo de monarcas celebrados en España a la vez por su buen gobierno y sus virtudes, y por la modestia (supuesta) de sus costumbres en materia de vestimenta: Isabel la Católica y el emperador Carlos V, quien admiró al mundo cuando, entrando en Milán por primera vez, apareció vestido de paño negro muy ordinario en vez de lucir ricos brocados y joyas27.

8De manera general, y por razones diversas, la tratadística tiende a disociar la autoridad real del ornato de la persona: pocos ejemplos se ofrecen de reconocimiento del papel de «lo precioso y el arreo de la persona» para afirmar la autoridad real, por lo menos en la primera mitad del siglo xvii. Saavedra Fajardo, que nos brinda uno de estos ejemplos en la Empresa 31, donde cita las Partidas («los sabios antiguos establecieron que los reyes vistiesen paños de seda con oro y con piedras preciosas [...]»), deja bien claro que estas exterioridades, aunque producen admiración en el pueblo que se deja llevar por las apariencias, no bastan para «sustentar el crédito»28. Además, escoge para ilustrar esta lección la figura exótica del rey Asuero quien «salía a las audiencias con vestiduras reales cubiertas de oro».

El cuerpo del rey, arma política

9Muy distinto es el tratamiento reservado a la noción de «apostura», que tanta relevancia tenía en las Partidas, y a la persona misma del monarca. Escasos son, en efecto, los espejos o tratados políticos que niegan la importancia del aspecto físico del rey. Si bien algunos de los humanistas que, como hemos visto, arremeten contra el lujo de los trajes, extienden su desprecio a la fuerza y la elegancia del cuerpo, no hay en esto general acuerdo y varios textos dejan traslucir ambivalencias significativas.

10García de Castrogeriz, tras celebrar la templanza y la castidad, vilipendiar los placeres de este mundo y advertir contra los efectos perversos de la belleza en varios capítulos de su Glosa Castellana, escribe: «el Rey no deve poner su bienandanza en sanidad, ni en fermosura ni en fuerza corporal29». Para ilustrar tan solemne declaración, recurre a figuras del Libro de los Reyes llevadas a un fin trágico o miserable por haber gozado de la fuerza o de la belleza: Sansón y Absalón, uno de los hijos de David que, embelesado por la admiración que suscitaba su gran belleza, se alzó contra su padre. Sin embargo, el mismo García de Castrogeriz, en la glosa del capítulo xxi, concede que en el rey, la «apostura» se justifica más que en otros hombres30 y cita la ley de las Partidas en la que se recomienda elegir para el rey una esposa que una al linaje y a las virtudes una alta estatura; de hecho, «mucho comple al rey o la reyna de haver gran cuerpo, en ser grandes e guisados31» ya que los monarcas de baja estatura suscitan la risa de los vasallos, cualesquiera que sean sus virtudes32.

11La adecuación entre alta estatura y autoridad llega a ser uno de los tópicos de la literatura política. Los autores del siglo xvi, incluso los más reacios a la ornamentación de la persona real, reconocen la impresión que produce sobre el pueblo un cuerpo esbelto y alto; casi todos reproducen el fragmento de las Partidas relativo a la esposa del rey y mencionan los mismos ejemplos, entre ellos el de Saúl, elegido para reinar sobre los hebreos por su altura y prestancia. Buen testimonio de esta permanencia es un fragmento del De regno libri III de Juan Ginés de Sepúlveda, publicado en 1571:

[…] era preceptivo además entre los lacedemonios tomar esposas de buena estatura, de modo que engendrasen más altos a los hijos, los cuales suelen reproducir la complexión materna más que la paterna. A pesar de que en los de mediana o incluso baja estatura cabe la grandeza de espíritu y de prudencia (como transmite Homero sobre Tideo), así como el vigor natural –que es especialmente adecuado para los hombres principales– y tampoco se echan en falta en éstos los hábitos y la fuerza de los atletas, sin embargo se acrecienta mucho la majestad con un cuerpo grande, que es condición indispensable para la hermosura. De aquí la conocida costumbre de los indios y etíopes, mencionada por Aristóteles, de confiar el trono por votación popular a uno de los de mayor estatura. Con esta opinión y costumbre coincide, añadiéndole gran autoridad, el ejemplo de Saúl, que fue el primero que gobernó al pueblo hebreo con el título de rey: la Historia Sagrada recuerda que a éste se le escogió por medio del profeta Samuel por su excelencia, no solo de espíritu, sino también corporal...33

12Otra enseñanza común es el efecto demoledor para la autoridad real de los defectos físicos, porque suscitan la repugnancia o, lo que es peor, la risa de los súbditos. Desde el siglo xv, época en la que se desarrollan los retratos en las crónicas, los autores suelen hacer uso de la descripción física como arma para legitimar o descalificar a un personaje, como bien lo han mostrado los trabajos de Madeleine Pardo y de François Foronda34 sobre la historiografía castellana. Los usos de los siglos posteriores —en las crónicas y en todo tipo de libelos o panfletos— no desmienten la asociación estrecha entre defecto físico y descalificación del gobernante, y no se cuentan los soberanos europeos que fueron víctimas de campañas de difamación basadas en sus tachas físicas, reales o supuestas35.

13La literatura política de la época moderna otorga mucha importancia a la armonía del cuerpo y de la cara de los gobernantes, extendiéndose a veces esta valoración a los ministros y consejeros del príncipe. Así, el breve tratado dedicado por Fadrique Furió Ceriol a Felipe II en 1559 incluye en su examen de los criterios adecuados para elegir a los consejeros un capítulo entero relativo a su apariencia física. Importa mucho que el consejero «sea bien carado i de buena gracia; porque los que son dotados desta calidad, con sola ella son respetados, amados y ganan autoridad36», y que su cuerpo sea bien proporcionado. Si Furió Ceriol manifiesta aquí su confianza en el valor de la fisiognomía y en las correspondencias establecidas por los tratadistas antiguos entre cuerpo y virtudes morales e intelectuales37, también tiene conciencia de las miradas de los súbditos y del efecto devastador de la risa. Por ello recomienda huir de los extremos y descartar la excesiva gordura como la extrema delgadez, no solo por establecer una relación con la complexión del hombre sino «porque qualquier extremo en esta parte paresce mal, i quita de la autoridad pertenesciente al Consejero»: el pueblo suele hacer escarnio de los hombres muy pequeños, «i por la misma causa debe desechar al mui grueso i al mui flaco, por que no hai quien dexe de reir, viendo un hombre que es un tonel, o otro que sea como un congrio soleado cual se come por Quaresma38».

14Aunque todos los autores no confían en la correspondencia entre armonía corporal y cualidades, hay general acuerdo en cuanto a los efectos negativos de las tachas físicas del príncipe sobre el pueblo; por más que denuncien la ligereza de juicio del vulgo, como lo hace Lipsio en sus Políticas, apoyándose en Tácito, numerosos autores de fines del siglo xvi y del xvii aconsejan tenerla mucho en cuenta para gobernar. El vulgo, escribe Lipsio, es pronto a despreciar a su príncipe si tiene, por ejemplo, defectos de elocución:

u otras cosas más livianas y de menos consideración, como son el rostro no muy bueno, la edad cascada, la salud no entera. Las cuales suelen muchas veces causar enfado y menosprecio, según es la costumbre del vulgo, que culpa las cosas exteriores y fortuitas, juzgando de los reyes y príncipes por la hermosura, apariencia y buena disposición de sus personas39.

15¿Qué aporta a la reflexión la época barroca, teniendo en cuenta la propensión de los textos de toda índole a revelar el engaño de los sentidos y el carácter falaz de la superficie? Las Empresas políticas de Saavedra Fajardo ofrecen elementos de respuesta. El emblema asociado a la Empresa 32, con el lema «no te quaesiveris extra», muestra una concha cuyo exterior grosero y feo disimula una perla hermosa y de gran valor: «Nadie juzgaría su belleza por lo exterior tosco y mal pulido40». La lección de la empresa es que solo un espíritu ordinario se deja engañar por las apariencias; el príncipe debe ver más allá de la superficie, y no tener en cuenta las opiniones vulgares. Sin embargo, en la Empresa 3 que trata más específicamente de los efectos de la apariencia física del príncipe, el punto de vista difiere sensiblemente. El razonamiento, algo intrincado, oscila entre constatación de los efectos de la «buena disposición» («esparce de si la hermosura agradable sobornos a la vista, que, participados al corazón, le ganan la voluntad41») y exposición de la frecuente contradicción entre el aspecto exterior y las cualidades y virtudes42, aunque no sea esta ley invariable, pues Saavedra Fajardo no descarta toda posibilidad de concordia entre interior y exterior43. Criticando a los que juzgan por las apariencias —concretamente, el vulgo, quien «piensa que es mejor príncipe el más hermoso»— concluye con aparente firmeza que «más ha menester la república que su príncipe tenga la perfección en la mente que en la frente […] ¿qué importa que el príncipe sea dispuesto y hermoso, si solamente satisface a los ojos, y no al gobierno?»44 Sin embargo, no tarda en añadir:

Basta en él una graciosa armonía natural en sus partes, que descubra un ánimo bien dispuesto y varonil, a quien el arte dé movimiento y brío; porque sin él las acciones del príncipe serían torpes y moverían el pueblo a risa y a desprecio, aunque tal vez no bastan las gracias a hacerle amable cuando está destemplado el Estado y se desea en él mudanza de dominio. Con todo eso, generalmente se rinde la voluntad a lo más perfecto. Y así debe el príncipe poner gran estudio en los ejercicios de la sala y de la plaza, o para suplir, o para perfeccionar con ellos los favores de la naturaleza, fortalecer la juventud, criar espíritus generosos y parecer bien al pueblo, el cual se complace de obedecer por señor a quien entre todos aclama por más diestro45.

En otras palabras, si la hermosura no es imprescindible, sí lo es, en cambio, la armonía y la elegancia del cuerpo en movimiento. No hay, en realidad, ninguna contradicción entre las lecciones de Saavedra, sino un cambio de punto de vista, permitido por la fragmentación de las Empresas: el príncipe debe, por una parte, como espíritu superior, ser capaz de penetrar la verdad de las cosas y desconfiar de las apariencias; por otra parte, en tanto que objeto de las miradas exteriores, debe tener en cuenta la tendencia de la mayoría de los súbditos, que no son espíritus superiores, a juzgar según las apariencias: por ello, es invitado a cuidar su aspecto y, dado sea el caso, ayudar o corregir la naturaleza mejorando o compensando las dotes naturales con las adquiridas.

16Este cuerpo —que, por consiguiente, debe ser diestro y acostumbrado a los ejercicios de las armas y de la caza46, y por supuesto sano— también debe ser objeto de respeto. Varios autores se refieren al carácter «sagrado» del cuerpo del príncipe, aunque no haya sido ungido, y no es el último en emplear esta noción el jesuita Mariana, en el capítulo que dedica a los ejercicios físicos y a los juegos que forman parte de la educación del hijo del rey, rodeado de compañeros de su edad. Recomienda que no se olvide en ninguna circunstancia el respeto debido a la persona real: así, el joven príncipe no se entregará a actividades que pongan en riesgo su dignidad, no se expondrá a la risa de los que le miran ejecutando movimientos torpes o indecorosos, y sobre todo se tendrá buen cuidado de que muestre su superioridad en todo:

De todas estas competiciones ha de escoger el príncipe aquellas que, además de ejercitar su cuerpo, pueden darle honra y fama por llevar en ellas ventaja a todos sus iguales y esté cierto de no ser inferior a otros, sobre todo si la competición ha de celebrarse en presencia de muchos, pues hiere el prestigio de la majestad real que salga el príncipe vencido y sea despreciado por algunos que lo reputen débil y cobarde. No entre nunca en certamen ni juego sino después de haber medido bien sus fuerzas, pues ha de evitar ante todo que en lugar de alabanzas no recoja el desprecio de sus súbditos. El príncipe y sus profesores deben además estar persuadidos de que no todos los juegos convienen a la dignidad real. Así, por ejemplo, no luchará mano a mano con sus iguales ni permitirá que cualquiera pueda tocarle el cuerpo, que deben respetar como santo, ni torcerle ni derribarle a tierra, lo que no debe tolerarse, aunque sea so pretexto de juego en público no deberá el príncipe tomar parte en el baile ni aun disfrazado con una careta, pues los hechos de los reyes no pueden nunca quedar ocultos. No conviene que mueva y agite sus miembros a la manera de una bacante […]. Sean, pues, los ejercicios del príncipe honestos y frecuentes, pero no violentos, […] procúrese que no rebajen en nada la majestad y sirvan los mismos juegos el esplendor y decoro de la monarquía47.

17A fines del siglo xvi, cobra singular importancia la noción de majestad, manejada por autores adscritos a corrientes muy diversas48 que la ponen en relación a veces con la distancia (medio idóneo para evitar la familiaridad según Lipsio) pero siempre con la gravedad en los movimientos del cuerpo, en el tono de la voz y en la expresión del rostro49.

Hacia la máscara impenetrable y mudable del príncipe prudente

18El interés por la «frente», el «semblante» y la mirada del príncipe —a la usanza de la de Felipe II, frecuentemente citada en los textos50— es una constante en los escritos de la época moderna. Todos contienen capítulos dedicados a la mezcla de afabilidad, serenidad y severidad que deben presentar las facciones del monarca, para suscitar el respeto de los súbditos y gobernarlos con mayor eficacia. Las exigencias en la materia alcanzan en los textos del siglo xvii un nivel de complejidad nunca visto.

19En las Políticas, Lipsio valoraba «el mirar con compostura de rostro, semblante y apariencia grave, tirando algo a la severidad, pero no a amenazas; dando muestras de ser augusto, y no áspero y riguroso, de suerte que los que le encontraren no le tengan miedo, pero le cobren mayor acato y reverencia51»; en los escritos posteriores, ya no se trata solo de adoptar una constante expresión grave y serena, sino de modular el grado de severidad y de afabilidad según las circunstancias. El rostro del príncipe forma parte de las herramientas de un arte de gobernar que descansa en la adaptabilidad. En ciertas ocasiones, al príncipe le conviene cubrir su frente de severidad, incluso con cierta exageración, como lo ilustra una de las Empresas de Saavedra:

En penetrando el pueblo que no sabe enojarse el príncipe y que ha de hallar siempre en él un semblante apacible y benigno, le desprecia. Pero no siempre ha de pasar a ejecución esta severidad cuando basta que como amenaza obre, y entonces no se ha de perturbar el ánimo del príncipe; sírvase solamente de lo severo de la frente […]52.

En otras ocasiones, sin embargo, es preferible que el príncipe afecte serenidad53, cubriendo las emociones. En todo caso, se espera de él que sepa controlar las expresiones de su cara, con el fin de no dejar sorprender sus pensamientos. A la exigencia de gravedad, indispensable para imponer la autoridad del príncipe, se une en efecto la obsesión creciente por el secreto y la impenetrabilidad.

20Aunque en todas las épocas se haya incitado al príncipe a sopesar sus palabras, a cultivar la reserva y el secreto —así, una ley de las Partidas le invita a no «descobrir sus poridades54»—, hay una larga evolución55 desde la cultura del secreto entendido como misterio hacia una verdadera técnica que implica no solo la opacidad sino la creación de una serie de máscaras y el uso de la diversión. La disimulación que goza de amplia aceptación en los tratados políticos linda en ciertos aspectos con la simulación ilícita —que consiste en crear la ilusión de lo que «no es», no en celar lo que «es»56—; en efecto, para disimular eficazmente lo que sabe o para ocultar su desconfianza en los demás, el príncipe tiene que afectar la ignorancia o la confianza, es decir fingir lo que no existe57, como lo han mostrado entre otros los trabajos de Jean‑Pierre Cavaillé58. En suma, el gobernante, instado a disimular la disimulación, se convierte «en un nuevo Proteo, capaz de representar mil figuras59».

Epílogo: del rey sabio al rey hechizado

21En la definición de los medios que favorecen la obediencia de los súbditos y la conservación de la monarquía, la majestad del príncipe, que depende en gran medida de la percepción y de la opinión60, cobra una relevancia creciente. Lo que importa sobre todo, más aún que las dotes naturales de su persona, es la dignidad de las actitudes, a la que se añade el control de las expresiones, exigencia que domina los textos del siglo xvii. En cambio, los diversos adornos y recursos de la indumentaria parecen suscitar, en los escritos que hemos examinado, un recelo duradero que contrasta con las recomendaciones de las Partidas, citadas al principio de este trabajo. Quizás debemos ver en este recelo hacia las joyas y las galas una particularidad de la España de los Austrias, del mismo modo que, en los retratos de los monarcas de la dinastía, se impone una estética que huye de toda ostentación. Los retratos más conocidos de Carlos V y de Felipe II por lo menos destacan por la sencillez e incluso la austeridad de los trajes61, con frecuencia de color negro, y la innegable impresión de majestad que emana de sus personas viene de la mirada penetrante, de la expresión de serenidad grave, y del uso de la luz para iluminar la frente.

22Los retratos del xvii, y sobre todo los de Carlos II desde sus más tiernos años, obedecen a otros cánones estéticos, marcados por el uso de una profusión de elementos simbólicos de la realeza que no solían emplearse antes, y por el lujo extremo de los trajes, encajes, cintas y joyas de colores intensos y alegres, que realzan la belleza y la gracia prestadas al niño‑rey por los pintores de la corte62. Paralelamente a esta evolución en la retratística real, observamos, en los tratados de educación del príncipe redactados en la misma época, un fenómeno de gran interés para nuestro propósito: una recuperación sin precedentes de todo lo prescrito en las Partidas sobre el cuerpo del príncipe y, lo que es de señalar, sobre el carácter distintivo y lujoso de la indumentaria.

23En su Nutrición real, tratado publicado en 1671, el jurista y fiscal del Consejo de Castilla Pedro González de Salcedo propone una glosa de las Partidas, atribuyéndolas a la figura del rey santo, Fernando III, más que a la del rey sabio. No omite ninguna de las disposiciones consagradas a la educación de los príncipes, que inserta con la mayor fidelidad en su texto63. Hace muestra de una gran insistencia en los capítulos relativos al movimiento, a la manera de andar64, con un detallismo que va más allá de la precisión que notamos en las Partidas, y que solo pueden explicar las circunstancias personales del destinatario, y afirma sin ambages que el príncipe debe ser lujosamente vestido, no solo en las funciones solemnes, sino en cada momento de su vida. En el capítulo titulado «Del adorno personal de los Reyes en sus vestiduras, que debe ser digno de la Magestad», escribe: «Debe ser el ornato exterior y el ropaje de las vestiduras de los príncipes de tal resplandor que por el se conozca la claridad de la Nobleza y lo excelso de su Dignidad65». Tras citar las Partidas, añade este comentario:

Fue loado que los soberanos se vistiesen de trages diferentes en excelencia de los que usavan las demás gentes, y que para su adorno, sobre la materia primera del texido, y colorido de ella (que fue ordinario a la Magestad la purpura) se ornasse de oro y piedras preciosas, como previene nuestra ley…66

Solo hace dos restricciones: que el adorno del príncipe no sea tal que le haga parecer afeminado, y que se usen telas y hechuras de su reino, pues «así se conserva el amor nativo, que se mitiga si se ve en el príncipe que sino olvida no usa del propio vestido…67». Esta incursión en los inicios del reinado de Carlos II deja entrever una plena rehabilitación de los recursos del ornato para conferir majestad al monarca, tras siglos de olvido o de desprecio en los tratados de educación de los príncipes y en varios géneros de la literatura política.

Bibliographie

Fuentes

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Notes de bas de page

1 Se encuentra ya en las Siete Partidas en el siglo xiii. Remitimos a las páginas que Fernández Albaladejo, 1993, pp. 81‑83 dedica a la «imagen organológica» y al estudio de Pedraz, Rodríguez López, 2013.

2 La ausencia del rey no deja de ser un problema que puede poner en peligro la monarquía. De ahí que el papel de los virreyes —cuya institución es de origen aragonés— sea representar la persona del rey, como su alter ego. La bibliografía sobre el tema es muy extensa y nos limitamos a citar aquí algunas referencias: Pérez Samper, 1997; Maqueda Abreu, 2008; Rivero Rodríguez, 2011. A la cuestión de la presencia del rey dedicamos un artículo hace algunos años: Merle, 2008.

3 Así, Antonio de Guevara escribe en 1529 con solemnidad: «Amonesto y mucho amonesto a los príncipes que esto oyeren y leyeren, que huelguen de visitar y ser visitados, ver y ser vistos, comunicar y ser comunicados...» (Guevara, Relox de príncipes, ed. de Emilio Blanco, libro I, cap. xxxvii, p. 245); a fines del siglo xvi, en cambio, Lipsio aconseja preservar la majestad del rey con la distancia: «los domésticos y familiares son comúnmente poco estimados, siendo verdad lo que dice Livio: que la vista ordinaria y continua hace, por la hartura y enfado, tenerse menos respeto a los grandes, y la majestad es más reverenciada desde lejos...» (Lipsio, Políticas, ed. de Javier Peña Echeverría y Modesto Santos López, p. 66). En el siglo xvii los autores que se alzan contra la propensión del valido a sustituir al rey insisten en que este último debe dar audiencias en persona y mostrarse a los súbditos... mientras que otros estiman que «no es posible que pueda el príncipe dar audiencia y satisfacer a todos, ni lo permite el respeto a la majestad [...]» (Saavedra Fajardo, Empresas políticas, ed. de Sagrario López, p. 185).

4 Véanse en Las Siete Partidas, título V, ley 2 «Como el Rey ha de ser mesurado en comer e en beber», y ley 4, «Que el Rey deve guardar en que lugar fazer linaje».

5 Ibid., título V, ley 4, «Que el Rey deve fazer sus fechos en buen continente».

6 Ibid., título VII, ley 5, «Qué cosas deven acostumbrar a los hijos de los Reyes para ser apuestos e limpios», y ley 8, «Que los ayos deven mostrar a los fijos de los Reyes que ayan buen contenente».

7 Emplea la expresión Fernández‑Viagas Escudero, 2017 quien ve en las disposiciones del título XIII, ley 18 («Como el pueblo deve honrar al Rey de fecho») el reconocimiento de la sacralidad del monarca, derivada de su vicariato divino.

8 Las Siete Partidas, título V, ley 5.

9 Además de los varios manuscritos conocidos, hubo desde 1491 numerosas ediciones de la glosa de Alonso Díaz de Montalvo (en Sevilla, Venecia, Alcalá de Henares, Medina del Campo e incluso León de Francia), sustituida a partir de 1555 por la glosa de Gregorio López, publicada por primera vez en Salamanca por Andrea de Portonaris.

10 Los primeros elementos de este trabajo fueron expuestos en marzo de 2017 en el seminario del Centre de Recherches sur l’Espagne des xvie et xviie siècles (Université de la Sorbonne Nouvelle), en el marco de un programa dedicado a «L’Espagne des apparences (xvie-xviie siècles)» dirigido por Pierre Civil, Nathalie Peyrebonne, Pauline Renoux-Caron y Hélène Tropé.

11 Las definiciones de los términos «aparencia» o «apariencia» y «aparente» en los diccionarios de lengua clásica evidencian la relación con el error o el engaño de los sentidos. En el Diccionario de Autoridades «apariencia» se define primero como «exterioridad, y lo que se representa a la vista», con el ejemplo de la manzana «que siendo podrida por de dentro se ve sana y hermosa por de fuera», en sentido figurado «se toma también por imaginable probabilidad, pretexto y motivo disimulado». En cuanto al adjetivo «aparente», se define como «lo que se muestra y aparece a la vista como cosa real y verdadera, no siéndolo efectivamente».

12 El tratado del agustino Egidio Romano había sido redactado para la educación del futuro Felipe IV, rey de Francia, en el siglo xiii. La traducción castellana acompañada de una cuantiosa glosa fue acabada por García de Castrogeriz en 1344.

13 García de Castrogeriz, Glosa castellana, ed. de Juan Beneyto Pérez, segunda parte, cap. xiii: «de otra guisa se deve vestir el fijo del rey e de otra guisa el fijo del rico omne, e de otra guisa el fijo del caballero, e asi de todos los otros...», p. 504.

14 Sánchez de Arévalo, Suma de la Política, ed. de Juan Beneyto Pérez, libro II, 3a consideración, p. 9.

15 Erasmo de Rotterdam, Educación del príncipe cristiano, ed. de Pedo Jiménez Guijarro, trad. de Pedro Jiménez Guijarro y Ana Martín, p. 27.

16 Ibid, p. 108.

17 Ibid., p. 29: «si el collar, si el cetro, si la púrpura, si la escolta hacen al rey, ¿qué impide que se consideren como reyes los histriones de las tragedias que se presentan en escena adornados con sus atavíos? […]». Vuelve a insistir Erasmo: «el ánimo de un príncipe se reconoce con mayor seguridad por su palabra que por la forma de vestir propia de su rango» (ibid., p. 109).

18 Ibid., p. 108: «algunos creen con ridícula presunción que serán considerados grandes entre los suyos si se manifiestan con estrépito, con arrogancia e insolencia. ¿Quién considera grande a un príncipe por el hecho de adornarse con oro y joyas si todos saben que eso es mera bambolla aparencial? Y mientras obra de este modo, ¿qué otra cosa demuestra que la calamidad de sus gobernados a cuyas expensas alimenta aquel lujo ostentoso? y finalmente, obrando así, ¿qué otra cosa enseña a los suyos sino el germen de todos los crímenes?».

19 Ibid., pp. 160-161.

20 En Institution pour l’adolescence du roi très chrétien Charles IXe de ce nom, compuesta en 1561 y publicada en 1562: «No se deje ver con pomposos adornos / Lo que viste a los Reyes es la sola Virtud / que su cuerpo resplandezca de virtudes gloriosas / y no su ropa de perlas preciosas» («Ne vous monstrez jamais pompeusement vestu / L’habillement des Rois est la seule Vertu / Que vostre corps reluise en vertus glorieuses / Et non pas vos habits de perles précieuses...», trad. de la autora), citado por Meyer, 2004, p. 120.

21 Lipsio, Politicorum sive civilis doctrina libri sex, qui ad principatum maxime spectant, 1589.

22 Id., Políticas, libro I, cap. vi, p. 24.

23 Ibid., libro II, cap. xv, p. 64. Se trata de las enseñanzas de Aristóteles a Alejandro.

24 Nieremberg, Corona virtuosa, pp. 96-97.

25 «Un rey vestido de púrpura con grande majestad sentando en un trono, conforme a su grandeza, grave, severo y terrible en la apariencia, y en el hecho todo nada […]. Simulacro vano que representa mucho, y todo mentira [...]», Santa María, Tratado de república y policía christiana, cap. iii: «Si el nombre de rey es nombre de oficio», p. 32.

26 Fernández de Navarrete, Conservación de monarquías, cap. xxxiii: «Del exceso en los trages», p. 227.

27 Ibid., p. 228.

28 Saavedra Fajardo, Empresas políticas, pp. 438-440.

29 García de Castrogeriz, Glosa castellana, libro I, primera parte, cap. xi, p. 57.

30 Ibid., p. 178: «dice Séneca […] que la apostura mejor paresce en la cabeza e en la cara que en otra parte del cuerpo. Bien así el ensennamiento e la apostura mejor paresce en el rey porque es cabeza, que en otro ninguno. El desennamiento peor paresce en él e mas la desapostura que en otro ninguno».

31 Ibid., p. 385.

32 Ibid., pp. 384-385: «Onde la Santa Escritura mucho alaba la grandeza en los cuerpos de los reyes, así como paresce en el libro de los Reyes, de Saúl que fue escogido porque era grande de cuerpo, ca sobrepujaba a todos los omnes del ombro arriba […]. Otro enxemplo hay de Julio el Emperador, que magüera fuese muy bueno en las otras condiciones, según que dice Tulio, empero era muy pequenno de cuerpo e facian escarnio dél sus caballeros y llamábanle enano […]».

33 Sepúlveda, De Regno / Acerca de la monarquía, trad. de I. J. García Pinilla, libro III, p. 89. Lipsio reconoce también que el «buen talle y donaire» ayuda a despertar el amor del pueblo hacia su príncipe y refuerza la majestad, «muy fuerte para el imperio» (Lipsio, Políticas, libro II, cap. xvi: «De la majestad, ofreciéndose ocasión. Qué es, como y en qué suerte se ha de procurar», p. 65).

34 Pardo, 2006 refiere la cruenta «guerra de los retratos» que estalla en las crónicas del siglo xv, especialmente en torno a la figura muy controvertida de Enrique IV. Foronda, 2003, p.  537 muestra como Palencia, en su Crónica de Enrique IV, se vale no solo de las costumbres depravadas del rey sino también de sus rasgos para crear una impresión de monstruosidad: «Los ojos, fieros, expresan la crueldad; la nariz, deforme, confiere al rey un perfil simiesco; el rostro es el de un monstruo, a quien Palencia resta toda humanidad» («Les yeux, féroces, expriment la cruauté ; le nez, difforme, donne au roi un profil simiesque... le visage est celui d’un monstre à qui Palencia nie toute espèce d’humanité», trad. de la autora). Al contrario las crónicas favorables a los Reyes católicos subrayan la armonía de su cuerpo y de sus facciones, como lo hace por ejemplo la Crónica incompleta de los Reyes católicos, atribuida a Juan de Flores. Este autor recuerda que, según Aristóteles, «las figuras del rostro muy verdaderas señales son de las condiciones secretas del alma» (citado por Pardo, 2006, p. 171).

35 Pensamos en el caso de Carlos Manuel I de Saboya, esposo de una de las hijas de Felipe II, blanco de una campaña de descalificación en los libelos franceses. La Satire Ménipée y otros textos hicieron de él retratos que lindaban con la caricatura, presentándole como enano y jorobado. Sobre la imagen de este personaje, remitimos a los estudios de S. Gal, por ejemplo «Quand un crétin voulait devenir roi des Alpes» (Gal, 2016). También se puede consultar el reciente libro de Stanis Perez, Le corps du roi (Perez, 2018), que evoca la empresa demoledora de la que fueron víctimas, en los escritos populares de fines del siglo xviii, los cuerpos de Luis XVI y de su esposa.

36 Furió Ceriol, El concejo, ed. de Henry Méchoulan, p. 64.

37 Los que nacen con un desequilibrio cualquiera «siempre tienen diez mil faltas en el entendimiento» según Galeno e Hipócrates (ibid.).

38 Ibid., p. 63.

39 Lipsio, Políticas, libro IV, cap. xii: «Definición del menosprecio y vituperación de él mostrando las cosas que lo engendran, y cómo las ha de huir el príncipe», pp. 188-189.

40 Saavedra Fajardo, Empresas políticas, p. 444.

41 Ibid., p. 214.

42 Encuentra en Tácito ejemplos de tiranos de apariencia agradable (como Nerón) y de excelentes gobernantes injustamente despreciados por su fealdad (Galba). También menciona a Pedro I el cruel, en quien «una agradable presencia encubría un natural áspero y feroz» (ibid., p. 215).

43 Ibid.: «casi siempre a un corazón augusto acompaña una augusta presencia».

44 Ibid., p. 217.

45 Ibid.

46 Sobre el papel de los ejercicios corporales en los tratados de educación del príncipe del siglo xvi (como el de Francisco de Monzón), véase Laspéras, 1995. Sobre la educación de los príncipes de la casa de Habsburgo, se pueden consultar los trabajos de Martha K. Hoffman (Raised to rule: Hoffman, 2011), y varios de los artículos del volumen dirigido por Grace E. Coolidge, The Formation of the Child in Early Modern Spain: Coolidge (ed.), 2014.

47 Mariana, La dignidad real, ed. de Luis Sánchez Agesta, libro II, cap. v, p. 175.

48 Ya lo decía Maquiavelo: el príncipe tiene que mostrarse al pueblo, hacer alarde de su afabilidad... «conservando siempre firme la majestad de su dignidad» (Maquiavelo, El príncipe, trad. de Emilio Blanco, cap. xxi, p. 133).

49 La gravedad en los movimientos y en el discurso también se espera de un virrey, en tanto que alter ego del monarca. Véase por ejemplo la instrucción dada al Marqués de Montesclaros, virrey de la Nueva España, por el presidente del Consejo de Indias Pablo de Laguna en nombre del rey el 14 de enero de 1603, citada en Zamora Navia, 2012, p. 204.

50 La reputación hecha a Felipe II de poseer una mirada intensa y penetrante, capaz de imponer el respeto a los más audaces, fue difundida por una serie de textos de su tiempo —Baltasar Porreño por ejemplo celebra «la frente señoril, clara, espaciosa; los ojos grandes, despiertos, garços, con mirar tan grave que ponía reverencia y temor a quien lo mirava […]» (Porreño, Dichos y hechos, ed. de Paloma Cuenca, p. 16)— y se refleja también en títulos de obras recientes, como Felipe II: la mirada de un rey, de J.L Gonzalo Sánchez-Molero (Gonzalo Sánchez‑Molero, 2014).

51 Lipsio, Políticas, libro IV, cap. ix, p. 145.

52 Saavedra Fajardo, Empresas, «Empresa 43», p. 527.

53 Ibid., «Empresa 7»: «en su retrete solía enojarse Carlos Quinto, pero no cuando representaba la persona del emperador […]».

54 Segunda partida, título III, ley 5.

55 Lo subrayan B. Darbord y A. Delage en su introducción al volumen que han dirigido, Le partage du secret, Darbord, Delage (eds.), 2013, p. 8.

56 Véase por ejemplo Santo Tomás, Summa theologiae, IIa-IIae, quaestio 111.

57 En su examen de los grados de la disimulación lícita, escribe Ribadeneyra: «Ni menos es mentira recatarse el príncipe y mirar bien lo que cree y a quien cree, por haber tan pocos de quien fiarse, aunque con su rostro y semblante no dé a entender que no se fía de todos; porque, si mostrase desconfianza, sería muy perjudicial para el Estado» (Ribadeneyra, Tratado del príncipe christiano, 1595, libro II, cap. iv, p. 289). Lipsio por su parte escribía: «Digo que a pocos se ha de creer de veras; pero a todos por las apariencias, es a saber con la frente y rostro, con la cual es fácil fingir y disimular; no habiendo cosa más precisa y de que con mayor cuidado se deba guardar el príncipe, que es dar a entender el no confiarse» (Lipsio, Políticas, libro II, cap. viii, p. 196).

58 Ver, por ejemplo, Cavaillé, 2002 et 1997; al tema de la disimulación en la literatura española hemos dedicado un trabajo, Merle, 2007; véase también el clásico estudio de Fernández‑Santamaría, 1980.

59 Álvarez‑Ossorio, 2000, p. 126.

60 Lo confiesa Juan de Mariana: «Ha de conservar cuidadosamente el príncipe la majestad real persuadido de que los imperios descansan más en la opinión pública que en las fuerzas» (Mariana, La dignidad real, ed. de Luis Sánchez Agesta, p. 240).

61 Goza de amplia difusión la idea de una austeridad propia de los Austrias españoles. Verónica Salazar Baena nota que, cuando otros monarcas europeos aparecían cubiertos de las telas más ricas y escogían los colores más exquisitos y brillantes, «los Austrias, por el contrario, adoptaron un estilo austero y ascético […], trajes absolutamente negros y cuellos rígidos» y preferían «cubrir su cuerpo de ropajes oscuros y de una sobria indumentaria» (Salazar Baena, 2017, p. 150). Sin embargo, se ha comentado la influencia que los trajes y accesorios llevados por Felipe II, reputados de alta calidad, ejercieron sobre Rodolfo II, quien había sido educado en la corte española: llegado a la edad adulta, el emperador se hacía mandar telas y accesorios de Madrid, y su embajador tenía que describir en su correspondencia los trajes del rey (véase Hajná, 2015, y, sobre la moda en la España moderna, remitimos a los trabajos de Bernis, 1999).

62 Especialmente en los retratos debidos a Herrera Barnuevo (entre 1667 y 1671), que se caracterizan por su brillantez indumentaria.

63 Así escribe: «Por lo cual el Santo Rey para aconsejar a los Reyes como deven hazer buen contenente exterior, lograr la soberana autoridad que pide la Magestad, dize: “Sobre todo debe guardar que faga buen contenente, quando fablare señaladamente con la boca, e con las manos, que son miembros que mucho mueven los omes quando fablen”» (González de Salcedo, Nutrición real, p. 191).

64 Por ejemplo: «es la gala y hermosura de andar y moverse en los príncipes tan necessaria, como excelente para su autoridad y magestad» (ibid., p. 204).

65 Ibid., p. 213.

66 Ibid.

67 Ibid., p. 218.


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